miércoles, 28 de abril de 2010

MEDITACION - 2010


SOTTILE LINEA D'OMBRA - 2009






LU COR UM BATT INDINT - 2009






FRAGMENTOS - 2008









DE ENTRE LAS RUINAS DEL PAISAJE - 2005

IRENEO NICORA:
De entre las ruinas del paisaje.

Por Manuel Crespo
Barcelona - España



MANO SENSIBLE A LA INTEMPERIE
la charca cenagosa le indica el camino,
de noche, por el bosque pantanoso.
Paul Celan.





Debe esperarse de unas páginas del catálogo editado con motivo de una nueva exposición pictórica, como un acuerdo tácito, el hecho de que constituyan un panegírico de la muestra y de la trayectoria, cuando menos profesional, de su artífice, sobre todo cuando, como en el caso de lo presentado por Ireneo Nicora este marzo en la galería Praxis, la obra alberga enigma suficiente para que la mirada convulsione y recupere su rudeza inicial, su hambre.
Así debe ser, y no obstante, a la hora de destacar la importancia radical de la pintura como reducto donde se opera todavía la quebradura de la costumbre y como remanso contemplativo, método antaño prestigioso y hoy denostado por quienes, seguramente, no pretenden aprender y prefieren un rápido balance de resultados, me siento obligado a emprender una reflexión acerca de la nefasta situación actual de la imagen, pues es, tal vez, bajo esa luz negativa como destacará la obra de arte y la urgencia de privilegiar nuestra experiencia vinculada a ella, en una vuelta a las raíces de lo humano.
Es verificable hoy día una saturación dictatorial de la apariencia. Las imágenes han obtenido una ubicuidad supresora de un habitar emotivo, que requiere tiempo y distancia, grato por su contraste con lo utilitario.
Vemos, amontonados por todas partes, símbolos y emblemas, figuras, monstruos, informaciones. Su dominio absoluto en el seno de una cotidianidad, por otro lado tan aburrida como siempre, ha adquirido ya los modos de presentación y las maneras pornográficas, impudor por el cual la mercancía –ya sólo ésta es visible- se exhibe con detalle, saturando el espacio y sofocando cada uno de los ángulos a los que la mirada pudiera dirigirse.
Queda por ello abolido todo secreto, las zonas oscuras mediante las que un objeto se trasciende a sí mismo y adquiere volumen rico en matices otorgados por el sujeto que, fascinado por su acontecer, debe desplegar sus recursos intelectuales y afectivos a fin de apoderarse de él, hacer suyo lo inefable intuido en sus formas. Lo natural, que mantiene cierta veladura, invoca al mirar activo, que se dota de una avidez salvaje, restos ancestrales del cazador ahora casi extinto, pero cuyo rescoldo sigue siendo constitutivo de la humanidad y que quizás consista en su virtud medular.
Sin embargo, el atropello antes aludido provoca en el espectador la pasividad por indigestión. No fomenta el deseo ni la elección, sino la gula voraz e indiferente del consumo compulsivo de una espuma insípida, que se devora y enseguida se expulsa. Del mismo modo en que algunos adolescentes se relacionan con su propio cuerpo, la mirada enferma de bulimia.
Puesto que estas imágenes carecen de materia con la cual entroncar y satisfacer el espíritu –ruego se me permita el uso de tal palabra, también ya desusada- las pupilas deambulan frenéticamente por el surtido de fantasmas escudriñando algo a lo que aferrarse, digno de ser salvado de entre tan lamentables engendros, en cuyo despliegue se ostenta un reino huero que deja al fin regusto ácido.
Lo que solemos ver en nuestras pantallas es impactante, o como mínimo encantador, cada vez más abigarrado, siempre atractivo. El ojo, que empieza ya a atrofiarse por carencia de un confín donde demorarse, se habitúa velozmente a ese género fantástico y brumoso, inspirado en la ingeniería genética y la cirugía plástica, disciplinas que introducen la verosimilitud de lo grotesco y la perfección acartonada, cuando no quimérica. Lo existente es una labor de patchwork.
Nuestro paladar, ahíto de especias, requiere novedades. Por ello es necesario que la publicidad y el mercado hurguen, en busca de impactos visuales, el imaginario colectivo y la iconografía artística desarticulándolos, favoreciendo algunos detalles espectaculares y despreciando siempre tanto la historia como la exigencia que posibilitó su concepción.
Asistimos a la legitimación de la incoherencia, a la fragmentación de las ideas transformadas en eslóganes, a los ampulosos guiños dirigidos a supuestos conocedores y aspirantes a serlo, todo ello aderezado con forzados discursos eruditos con los que esconder su absurdo y, de paso, descargar a la palabra de contenido, usándola para el balbuceo del grado cero mental.
Suplantación de la realidad, existir escenografiado que incita el juicio nihilista de Macbeth en el último acto de la tragedia escrita por Shakespeare: “la vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada”.
Naturalmente, la esfera artística, que augura y prefigura lo social, no puede exiliarse de estos acontecimientos. El arte se ve atraído al Maëlstrom vertiginoso de la hiperinflación, a la cual se aboca si no quiere quedar obsoleto. La consecuencia es la obra improvisada, sin calidad, meditación ni padecimiento, seducida por la ciencia y la tecnología, y cuya esterilidad debe disfrazarse conceptualmente, simulacro en el que se deposita mayor esfuerzo que en la creación de una pieza que debería ser elocuente por sí misma, en vez de exijir la participación activa del público que la provea de un acabado que quien la concibió -y la hizo más torpe que diestramente- fue incapaz de insuflarle.
Pese a todo, digan lo que digan, el emperador está desnudo.
Frente a esto, felizmente subsisten, bien que circunstancialmente alejados del circuito de la moda, artistas como el que ahora nos ocupa, Ireneo Nicora, sabedores por intuición que, en este ámbito laminar y computerizado, lo moderno sigue siendo la piedra y el árbol, lo palpable y eterno; y que la verdad artística es la misma de siempre, la que se evidencia en todo creador a lo largo de la historia, sea cual sea su estilo y sensibilidad: permanecer en la intemperie, en el despojamiento más absoluto; transitar la comarca borrascosa, en la que no siempre es posible adentrarse, donde algunas voces señalan lo desconocido y ciertos seres que anhelan su figura, asirse a una representación que les estaría prometida.
Y de esa desprotección hay que traer un testimonio, señal del ensayo, naturalmente insuficiente, de entablar intimidad con el universo: la obra de arte.
En efecto, nace ésta del desasosiego ante la precariedad del lenguaje para capturar el ser íntimo de los fenómenos, y por ello, no importa la técnica utilizada. No hay útiles modernos u obsoletos, estilos caducos o en auge. Para el artista toda herramienta es un medio dedicado a la obtención de su fin. Desde el hollín de Altamira al pixel.
La necesidad, sentida como el llamado imperativo, que sólo cabe obedecer aun a riesgo de la vida –entiéndase la frase literalmente-, es rasgo singular de la ya considerable carrera de Ireneo Nicora. Aunque, en su caso, en vez de aludir subliminalmente a una competición cuyo premio sería el logro de una cuota de mercado, cabría mejor imaginar tal devenir como un vagabundeo ensimismado y derrochador que no puedo sino relacionar a los versos de André Breton Abandonadlo todo contenidos en el libro Les pas perdues: “...Abandonad a vuestra mujer, abandonad a vuestra amante./ Abandonad vuestras esperanzas y vuestros temores./ Abandonan vuestros hijos en medio del bosque./ Soltad al pájaro en mano por aquellos que están volando./ Abandonad, si hace falta, una vida cómoda, aquello que os presentan como una situación con porvenir./ Lanzaos a los caminos.”
Bajo el fulgor de la admonición contenida en el poema se entenderá mejor la insaciabilidad vital que ha impulsado sus estancias en Italia o en España hasta recalar en la geografía que ahora mora, donde lo telúrico y ancestral es todavía pujante y que corresponde a un país llamado Chile. Fue en los parajes andinos donde trabó amistad con los genios locales, que se apartan de la razón planificadora y atienden a quien se afinca en la tierra y ausculta el cielo.
Y sucedidos estos periodos, es a posteriori destacable la coherencia de las travesías efectuadas ingenuamente, por afinidad amorosa, sin que ni él mismo –seguramente él menos que cualquier otro- pudiera interpretar unos movimientos que sólo tras el paso de los meses manifestaría, por osmosis, su carácter obligatorio en el crecimiento de su arte. En efecto, las graves decisiones de apurar paisajes, países y continente, se plasman en la gradual renuncia en sus lienzos a una figura imperante, de expresividad torturada, y que terminaría por diluirse en atmósferas abstractas, plenas del lirismo de la mejor poesía, en unos cuadros en los cuales, paso a paso, crecía dominio de la sensibilidad y del trazo y la paleta.
Igual que sucede cuando se estudia a los maestros antiguos, a quienes jamás deberíamos dejar de atender, podríamos comparar el proceder de Ireneo Nicora con aquellos que fundamentan la Alquimia, ciencia que, a fin dar con la piedra filosofal, recomienda paciencia, pureza de corazón y la experimentación responsable para conocer a medida que se manipula, en un “solve et coagula” decantador que refina la labor hasta que ésta conquista el temple artesanal propicia al control del efecto. La maestría. Se llega así a la sobriedad preeminente en su reciente producción.
Para ello hay que renunciar, desaprender, en cierto modo. Regresar al mínimo sustento de una personalidad aunada al afuera. Pues es condición de casi todo artista, en sus primeros tanteos, conformarse y hacerse concesiones, por temor a lo imprevisible y por el natural júbilo ante unas facultades, aún vírgenes, pero a través de las que vislumbra mayores empresas, obnubilándose en una temática llamativa dilucidada en una estética tremendista. Es el momento del grito afirmativo. Y es probable, como ha sucedido a muchos hacedores de talla menor, que abundando en ello se termine “triunfando”. Son numerosos los ejemplos, reconocibles porque toda su oferta contiene una rancia “marca de la casa”. El hacer de Nicora lo sitúa en las antípodas de esta especulación válida para la industria, también para la cultural. Pero en arte hay que acudir al extremo, al riesgo máximo, partiendo siempre de cero.
Nicora ha constatado que, en la encrucijada de la creación, darlo todo es todavía insuficiente. Cabe remontarse a lo primigenio, allende la memoria. Y en ese ámbito incierto, quedar, inerme y dislocado. Ser “pobre hasta los huesos” (Rilke), puesto que sólo el padecimiento proveniente de la indigencia puede abrirnos comprensivamente a la realidad. Aunque no se trata del conocimiento científico y clasificatorio, sino del hermanamiento fruto de la humildad. Se trata de lo que calla ante el parloteo y susurra en la soledad del taller.
En pos de esa gloria anónima, finalmente incomunicable, Ireneo Nicora acata la simplicidad. Se arroja a esa fractura que supone lo Otro, enigma a resolver. Donde la penumbra. Allá donde mirar escuchando. Dialoga con los secretos del tiempo, disputando acaloradamente a menudo, contra luces y sombras, plenitudes y oquedades, perfiles turbios y claras ensoñaciones, hasta que sus manos resuelven tal dialéctica en ese equilibrio, tan imposible que a punto está de quebrarse, que gobierna las pinturas de esta serie.
Para ello cobra un protagonismo crucial la permanente cavilación, las dudas, el aturdimiento de quien de repente atisba, desde su adentro magmático, lo elemental a lo que inútilmente se intenta imponer pautas, y se percibe que para que tal sensación progrese se derrocha el hombre sin cálculo.
Y, asimismo, se medita acerca de las propiedades expresivas del óleo, su versatilidad, que le ha hecho mantenerse vigente a lo largo de los siglos como agente plasmador del misterio, y se considera el proceso, en el que interviene tanto el sosiego auxiliador de la maduración, la visión anticipatoria de la tarea, como la rapidez de la pincelada –o en este caso de los golpes de espátula-.
Entonces es central el esfuerzo, pues cualquier gesto, desde el manotazo a la ínfima erosión, modifica por entero el trabajo anterior y supone una apertura riesgosa para el siguiente. Cada pequeño accidente de la tela es una sima, cada lienzo, abandonado en el punto en que es estéril proseguir sin emponzoñarlo, un campo devastado después de la batalla, azotado por el viento.
A la vista de la crudeza de estos cuadros, me atrevo a juzgar que nuestro artista ha atisbado que la eficacia de una obra radica en no permitir el reposo, sino en empujar al movimiento que implica una absoluta actividad del Ser en pos de la posibilidad profética entrevista en su superficie. En hacer mundo que reverbere en éste, recibiéndolo por primera vez.
Piezas de textura rugosa, como un pellejo animal o árida llanura de un astro inerte, elaboradas en diferentes versiones monocromáticas, en un vértigo obsesivo en el que insiste hasta que despunta su núcleo a través de las hendiduras, en un ciclo similar a los ritmos naturales: del cénit al nadir, pasando por el rigor solar del mediodía. Lo contemplado se recopila en una suite cuya melodía es el adagio, aire reiterado con infinitas modulaciones, variaciones secuenciales del básico sentimiento.
Impera la honestidad y el vigor de los amarillos, rojos, azules o verdes. Tonos difíciles, de cara o cruz, a los que muchos artistas rehuyen por estar dotados de una capacidad asfixiante y turbadora. Colores desobedientes, no aptos para la decoración, que necesitan doma, que hieren la retina hasta que ésta repara y se enreda confeccionando analogías en esa palpitación que proviene del cromatismo severamente reducido a campo de color usado con arrojo, reminiscencia del páramo turbulento donde cualquier contratiempo o singularidad puede acaecer, tanto la disolución de las formas como la cimentación de nuevas construcciones.
En cualquier caso, debido a la trepidación del color, caos del que aflora una esperanza, las facultades intelectivas del contemplador quedan en suspenso enfrente de lo que a la vista se revela –y se rebela-: esa materia que está alumbrando y agazapándose, en un movimiento auroral del cual colabora también la tiniebla, y ante la que se “entiende no entendiendo/ toda ciencia trascendiendo” (Juan de la cruz).
La consecución es feliz en la medida en que la mano ha obrado a su cuidado, por sí misma, embriagada y sin dueño, haciéndose manipuladora del pigmento, organismo que evoluciona y cambia con el transcurso de los años, poniéndolo a su servicio gracias a la labor física destinada a desatar una latencia que pugna por desasirse. Y que a veces se desata.
Es el caso de la pieza Due elementi, maderos que se fugaron de la pared para erigirse en esculturas totémicas. Remontan las eras hasta un universo sagrado, donde las ceremonias primitivas y sacrificiales, la sangre y la linfa. Son señales ataviadas de azul y verde, que enhiestas y temerarias, prosiguen su irreconciliable pugna de atracción y repulsión.
En la última exposición de Ireneo Nicora, robada al relámpago, conducida hasta nosotros desde la honda raíz del mito, clama el vigor inexplicable, la pura voluntad ansiosa y sus heridas abiertas. De ahí brota la luz desmesurada que enceguece al recién nacido y se debaten formas, relieves orográficos, cartografías de continentes inéditos que la espátula aceptó recorrer: campos yermos, labrantíos, parcelas rectangulares. Geometrías de la sorpresa.






MONOCROMI - 2003




CONCETTO PITTORICO - 2001








PITTURE - 1997







ATELIER, PANQUEHUE, CHILE